Lo cierto es que en verano se cambia de ritmo, porque el trabajo disminuye, porque el tiempo es caluroso y los días son más largos.
Por desgracia mucha gente hoy tiene vacaciones forzosas y el verano es un período más que prolonga su situación.
El verano, aparte de los tópicos de siempre, puede ser un buen momento para enfrentarse con el mundo interior de cada uno. El exceso de actividad nos impide pararnos y reconstruirnos. La vida va dejando huella en nuestra personalidad, pero siempre dejamos para otro momento la solución a nuestros problemas interiores. Y ese momento no llega nunca porque nos programamos con actividades que nos distraen y nos alejan de ese punto del que huímos. Cuidar nuestro interior es una tarea enorme. ¿Nos da miedo hurgar en ese baúl de nuestro ser más íntimo?
Descubrir la vida incluye descubrirnos a nosotros mismos: nuestras preocupaciones se ven de otra manera cuando las analizamos con sosiego; nuestra personalidad y actitudes interiores se descubren cuando hacemos ese viaje, que parece tan imposible, hacia nuestro ser más íntimo. En verano podemos hacer miles de kilómetros para ir a la playa, pero nos asusta viajar adentro, porque nos da miedo lo que podamos encontrar…
En verano programamos los viajes, las actividades, los encuentros con amistades que no vemos durante el año. Eso es bonito. ¿Pero dejamos un espacio para nosotros? Un paseo solitario por el campo nos puede hacer mucho bien. Un encuentro en la intimidad con Dios nuestro Padre, nos puede iluminar de tal modo, que puede renacer en nuestro interior eso que estaba muerto y que en verano puede volver a la vida. Una Eucaristía vivida con sosiego y sin prisa nos puede devolver la confianza y la admiración por la Palabra de Dios. Si no nos reconstruimos en verano, ¿cuándo lo haremos?.
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