Es habitual encontrar en los hogares cristianos alguna imagen que represente a Cristo, a la Virgen María o a algún santo al que se tenga una especial devoción.
Hace algunas décadas, cuando la situación económica era más precaria que la actual, las familias arrancaban del ataúd de sus difuntos el crucifijo para colocarlo en la cabecera de la cama. Desde la perspectiva actual este hecho nos puede parecer un tanto macabro, pero si lo miramos desde otro punto de vista podemos encontrar en este acto una sincera profesión de fe.
El difunto, una vez que ha fallecido va junto a Dios y por lo tanto no necesita tener un cristo encima, cuando está viendo cara a cara al verdadero Cristo. Quizás basándose en esta idea o simplemente por la necesidad de tener un crucifijo para la cabecera de la cama, es por lo que varias generaciones guardaban en un lugar privilegiado de la casa el crucifijo del ataúd de sus seres queridos.
Por otra parte, este crucifijo no deja de ser un recuerdo, quizás el último recuerdo, de aquella persona que lo portó en su féretro. En este sentido se convierte en un elemento evocador y a la vez en un recordatorio que invita a rezar por el descanso de su alma.
En la actualidad esta costumbre ya se ha erradicado, aunque siempre queda algún caso aislado, pero lo que no debemos olvidar nunca es el recuerdo a nuestros difuntos, a aquellas personas que formaron parte de nuestra vida y que tantas cosas no enseñaron, entre ellas nos transmitieron la fe.
Por eso, en este mes de noviembre, en el que hacemos especial memoria de los difuntos recordémosles agradeciendo a Dios todo lo que a través de su ejemplo nos ha regalado y pidamos para que gocen eternamente de la alegría del Cielo y sigan intercediendo por nosotros ante Dios.
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