Nos cuenta el relato de la Pasión que al expirar Jesús el centurión que estaba junto a la cruz exclamó: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”. Podían haber sido otras las palabras que dijera, pero aquel soldado quedó sorprendido y fue consciente de que había acompañado en su agonía al Salvador de la Humanidad.
¡Cuántas veces en la vida nos damos cuenta tarde de la valía de las personas que tenemos a nuestro alrededor! Muchas veces tiene que ser la enfermedad o el vivir juntos un momento difícil lo que nos hace reconocer las capacidades del otro y el cariño y el respeto con el que nos trata.
La profesión de fe del soldado junto a la cruz nos abre el camino hacia la Pascua de Resurrección.
Fueron muchas las personas con las que el Resucitado se hizo el encontradizo y les cambió la vida, volviéndoles a llenar de esperanza. Como a aquellos discípulos del Camino de Emaús, que sentían cómo les ardía el corazón cuando llevaban una conversación entretenida con aquel Peregrino al que conocieron al partir el pan.
Pero cuántas veces nos pasa como a Tomás, somos incrédulos, necesitamos estar allí, no nos vale el testimonio de otros para reconocer que Cristo sigue vivo entre nosotros. Nos gusta más hurgar en la herida y recordar los malos momentos en vez de disfrutar de la presencia de la gloria de la Resurrección que se sigue manifestando en los pequeños detalles de la vida.
Por eso al haber contemplado esta Semana Santa a Cristo crucificado no nos quedemos en la cruz como lugar donde acaba todo, sino que más allá del madero está la Resurrección, está la vida, está la esperanza que se basa en las promesas verdaderas que cambian la forma de ver y entender el mundo, si lo miramos con los ojos de la fe.
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