“Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”
(San Agustín. Las Confesiones, I 1,1)
Acaba otro curso y estamos agotados. Han sido meses duros de invierno, de trabajo, de incertidumbres, de proyectos que no acaban de arrancar, de aciertos, de intentos, de madrugones, de tareas, de deberes, de nuevos propósitos, de responsabilidades, de rutinas, de sorpresas, en fin, varios meses de vida que ya forman parte del pasado.
Ahora todos estamos pensando en descansar, en la playa, en la piscina, en la tranquilidad del pueblo o simplemente en el cambio de ritmo y en hacer otras cosas que no hacemos durante el resto del año.
Pero al final los meses de verano se pasan y si no los aprovechamos bien lo que nos queda es otra lista de tareas pendientes, para hacer en otro momento en que volvamos a descansar.
Menos mal que Dios no entiende de tiempo, le da igual que sea invierno que verano, siempre es buen momento para hacerse el encontradizo en las diferentes circunstancias de la vida. En el Evangelio se nos recuerda que no vivamos preocupados por lo que vamos a comer o por la ropa que vayamos a llevar, que no anhelemos la gloria ni las alabanzas, porque a nuestro lado está Dios que es eterno, mira en nuestro interior y lo que más le interesa es lo que está escondido, lo que realmente tiene valor.
Por eso seamos capaces en este verano de descansar realmente en Él, de pararnos a buscar en nuestro interior las caricias y las heridas que hemos recibido, para agradecer unas y dejarnos curar las otras por el bálsamo del Buen Samaritano, que cura incluso sin palabras y que sigue sorprendiendo en todos sus gestos. Admiremos la Creación, cada amanecer, cada puesta de sol, cada momento de juegos, de tertulia, de descubrimiento de algo nuevo que vayamos a visitar. Seamos conscientes del regalo que Dios nos hace y démosle gracias diciendo desde el silencio que sentimos su presencia y que Él es nuestro refugio y nuestro verdadero descanso.
¡Feliz verano!
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